Todo cuerpo sigue un ritmo.
Existe una cadencia, una frecuencia natural, un tiempo concreto para cada órgano y para cada parte. Hablamos de un equilibrio o una armonía a la que cada cuerpo vibra.
Estas frecuencias rítmicas cambian con la experiencia dolorosa. El dolor se convierte en la expresión del cuerpo en su estado fundamentalmente caótico. Este caos, es el que nos muestra lo desconocido, eso que no sabemos ni dónde, ni cuándo, ni por qué. El caos de la experiencia dolorosa nos enfrenta a la incertidumbre, a lo desconocido, pero sentido.
Lo desconocido nos aprieta, nos limita, nos da miedo, nos hace permanecer estáticos, callados, dormidos, a la espera. Dejamos de nacer, nos transformamos en seres inertes, seres que sin movimiento dejan de tener sentido. La falta de movimiento implica la falta de búsqueda, de evolución y de cambio, pues éste es el que nos pone en contacto con el mundo, el que nos hace reaccionar, caminar y avanzar.
Dejamos de existir.
La persona con dolor pierde su capacidad de escuchar a su cuerpo. Es por ello que para volver a ser, el primer paso es siempre la escucha, la recuperación de nuestra capacidad receptiva y perceptiva. Esto significa abrirnos otra vez a la posibilidad de lo que está por venir, de lo imprevisto.
La persona que se desprende de sus patrones corporales aprendidos durante la experiencia dolorosa y se arriesga a la búsqueda a través del movimiento, la experimentación consciente y atenta, está configurándose de nuevo en el camino del cambio.
Debemos aprender a escuchar.
Nuestro cuerpo sabe lo que necesita, lo que falta. Pero nuestra vida diaria está llena de ruido que nos aleja de lo esencial. Pocas personas se arriesgan a la exploración más allá de sus límites, pero las que lo hacen descubren un mundo en el que jugar a conocerse. Y la única ansiedad que importa es la de escucharse, la de recuperar la capacidad de improvisar, de abrirse a nuevos retos y estímulos, es un mundo en el que recuperamos un pedazo de infancia. Infancia que nos permite configurarnos como nuevos seres, dinámicos, activos, preparados, con todo el cuerpo involucrado en el cuerpo.
Volvemos a conectar. Porque el movimiento inteligente y atento nos habla de un encuentro: con el suelo, con las manos, con los demás, con la piel, con algo nuevo o con algo viejo. Rompe la rutina que a veces se asienta en nuestras propias sensaciones dolorosas y nos enraiza de nuevo a nosotros mismos, sin ruido.
Cuando sabemos escuchar, volvemos a nosotros, volvemos a movernos y a entender el movimiento como motor de una búsqueda constante, estamos hechos para movernos, para ser buscadores, no para la comodidad, el miedo, la estática y el dolor.
La vuelta del cuerpo a sus contracciones, a sus retenciones, esperas y a sus ritmos, es vibrar de vida, es respirar y liberarse al cambio.
Y tú, ¿te mueves?
Helena Guerrero González